El dios y el conejo leyenda mexicana

Editada por Rubén García García

Un día Quetzalcóatl regresó al valle de Anáhuac como cualquier mortal después de haber pasado mucho tiempo. Se mezcló entre la gente, sonrió y aplaudió a las mujeres por cómo habían transformado el maíz en ricos alimentos. Los grabados en los templos, las pinturas en los murales y las ofrendas colocadas en los altares hablaban de él y lo veneraban.

Caminaba silbando. Cada vez que sacudía la hierba, brincaban cientos de chapulines de increíbles colores, y sobre la piedra, las iguanas miraban hacia la lejanía. Aunque el rocío se había evaporado, su frescura perduraba en la hierba, refrescando los pies del dios. Mientras caminaba, encontró los ojos de agua, la que brotaba cristalina de las lajas y los enormes lagos que parecían espejos.

Admiró cómo el viento movía los pinares y la sombra del ahuehuete era cobija para los viajeros. El aroma fresco de los eucaliptos complacía a Quetzalcóatl, quien respiraba profundamente. Entre los sauces se detuvo a escuchar al ave de las cuatrocientas voces.

Se detuvo. Las luces del ocaso ampliaban el vestido de nieve de la mujer dormida y su compañero eterno, el Popocatépetl, mientras el dios esperaba la noche.

Del zacatal salió un pequeño conejo, de grandes ojos negros que parecían dos espejos de obsidiana. Movía las orejas y la luz de la luna encendía su cabeza, se tallaba los bigotes, que al masticar el zacate, los movía a uno y otro lado. El dios vio al teporingo y le preguntó:

—¿Qué comes? —le preguntó el dios.

—Zacate, a estas horas, el rocío lo torna dulce. ¿Quieres probarlo? Te invito.

—Gracias, es que yo no como zacate.

A tanto andar, la panza del dios gruñía y a veces parecía que rodaban maderos.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? Mira, aquí tengo una zanahoria.

—Te agradezco, pero yo no puedo quitarte tu comida.

—Si no comes, te mueres —le contestó—. Mira, yo solo soy un pequeño conejo y tú eres un viajero; cómeme, recupera tus fuerzas y continúa tu quehacer en la tierra. Al tiempo, se acostó, estiró las orejas y exhibió su cuello.

Quetzalcóatl sabía que su cuerpo podría perecer, pero su espíritu continuaría vivo y tomaría su forma: la serpiente emplumada. El teporingo le ofreció lo que nunca se repone. Tomó al conejito entre sus brazos, lo acarició y poco a poco lo fue metiendo dentro de su pecho hasta hacerlo latir. El dios dio un gran salto hacia la montaña de la mujer dormida y otro más hacia las estrellas. Cuando el conejo abrió sus ojos, miró buscando al dios. Solo estaba el zacate envuelto por una luz dorada. Al mirar hacia el cielo, descubrió que entre los mares y montañas de la luna estaba él, mirando hacia la tierra.

La culpa de Rubén García García

sendero

Disfrutábamos en exceso y cada beso era para nosotros el último instante. Mientras te peinabas acariciaba tus hombros y te decía al oído: «esto ya no sucederá», te daba un beso en la mejilla. Pero eso bastaba para encendernos y terminábamos con las ropas desperdigadas. Todo se resolvió cuando dejamos de arrepentirnos y huimos a una lejanía donde no supieran que nuestras familias tienen parentesco.

El pirul de Rubén García García

Sendero

En el camino hacia Tlen, a un lado de la nopalera y de las piedras encimadas me erijo. Por este lugar, la banda de los Ali, tuvo su guarida hace mucho tiempo. Los ciclos y los vientos me nutren. Por estas fechas me adorno con frutos rojos que son el deleite de los pájaros viajeros. Llegó un caminante, se sentó bajo mi sombra; lo veía dormitar. Primero uno, después otro, luego llegaron las cotorras y después de comer de mis cerezas brincaron de rama en rama. Las cotorras silbaron una marcha militar, los pájaros nómadas cantaron sus aventuras y el que dormitaba, cautivado por tanta locura, también se puso a chiflar.

La rana por Rubén García García

sendero

Brinca sobre los juncos y trepa al macizo. ella le canta al conejo que vive en la luna. Su tono casi medroso. La serpiente acecha. Las nubes al carbón han cerrado el cielo, se escapa entre la hierba el siseo y un chapoteo diminuto. La soprano insiste al conejo con agudos largos, que el canto es una súplica. No detiene la voz ni la lobreguez del cielo, ni el hedor de las fauces de la sierpe que está a un instante.

El tlacuache, el que robó el fuego a los dioses, en el meandro come víbora en su jugo y el conejo se regodea de la sonata nocturna. La luz retoza entre los juncos.

Boda medieval

sendero

La viuda del conde irrumpió en la boda reclamando su derecho de pernada. Los guardias sujetaron al novio con fuerza. La novia se quedó muda cuando La condesa la acomodó a su lado en el lomo del caballo. En el trayecto al castillo, le susurró: «Te gustará tanto que una noche no será suficiente».

plática de otoño de Rubén García García

Sendero

Dejaron el jardín y tomaron el sendero. Las hojas yacen, se han acumulado dando un color amarillento al camino. Ella al pisar amolda su pie. Él no, y al caminar parece que levanta las hojas caídas. Es una tarde fresca sin ser fría y un sol tibio forma en el suelo lunares de luz. Platican, como siempre lo hicieron, en la universidad y después en los juzgados.

—Cuando despierto pienso en vos.

—Gracias. Yo no pienso en nada, me arremolino en la cama y trato de relajarme, y luego le doy gracias a la vida mientras me baño.

—¿Qué día dejas tus quehaceres y desayunamos juntos como hace años lo hacíamos?

—Buenos momentos que recuerdo con aprecio.

—Es que yo tenía una mujer bella e inteligente que sabía escuchar.

—Eres galante, pero siempre te rodeaste de alumnas guapísimas. Me agradaba tu don de gente y tu sapiencia para escoger la palabra atinada. Todas te queríamos pues sin egoísmos compartías tu saber.

—En cambio, yo me enamoré de ti.

—Creo que te enamorabas de todas.

Ella inspira y exhala el aire fresco que llega de la cordillera. Entre los arboles alcanza a ver un ave que aletea y le dice:

—Tú deseabas una mujer que estuviera a tu cobijo y yo estaba lejos de ser eso.

—Deseaba una esposa ante la sociedad y ante Dios. Como lo fueron mis padres y mis abuelos.

—Tú deseabas una mujer que te siguiera. Yo tengo sangre nómada.

—Leerte mis poemas en la intimidad de una chimenea…

Aún recuerda que en la cafetería le entregó una hoja con olor madera y al desdoblarla un poema. «Y despertar en el rio de tu espalda»

—Eso es tierno. En cambio, a mí me gusta salir, trabajar para comprar mis cosas y no depender de nadie.

—Pero nos amábamos.

—Yo te admiraba.

—Te hubiese conquistado.

Ella se pone sería, se queda en silencio y mira a la lejanía. Los rayos de luz entre los árboles abren una puerta a la mirada.

—Me conquistaste. Pero nunca te diste cuenta. Tal vez pensaste que era una broma, no lo sé. Te lo hice saber. Fue un instante que la alegría de tenerte rompió como una ola y sofoqué por un momento mis deseos de fuga. Te tardaste. Cuando te decidiste, solo quedaba la espuma sobre la arena.

—Después te propuse matrimonio y me rechazaste.

—Todo tiene su tiempo. Tuviste miedo a lo que dijesen tus hijos, tu familia estirada. Recién había terminado la licenciatura. Te diré que me vuelvo una mujer frágil cuando amo. Y tú jamás te diste cuenta.

Se muerde el labio. Eran tiempos ajetreados en el trabajo y más que el trabajo la política que te exige. Esa participación le dio a largo plazo el puesto de magistrado en la suprema corte. Cuando ella le hablaba por teléfono, él se deshacía en excusas y posponía la cena que le había prometido. Cuando la vio en el restaurante ya no era la misma, la luz con que lo miraba, se había esfumado.

—Regresemos, mi buen amigo, el viento arrecia y el sol se ha ocultado. Sé que tus hijos están lejos. También me has dicho, que en este lugar te sientes bien atendido. Siempre es un gusto conversar contigo. Dentro de una hora me llevaran el nieto y esa alegría no puedo perdérmela, y tú estarás cenando con tus amigos del asilo.